De "usar y tirar".
Un concepto casi desconocido en grandes partes del continente africano es hoy allí
moneda corriente. Pero no estoy hablando de un objeto que se puede barrer o
quitar de en medio como algo inservible, inútil, engorroso o molesto. Se trata
de seres humanos. De personas del siglo XXI que son vendidos como esclavos.
Personas de carne y hueso son tratados como amasijos de carne, de usar y tirar
o de reciclar vendiéndoselos a otros. Una trata de seres humanos, carne de
cañón bien etiquetada para el mercado, niñas jóvenes para recreo de gente sin
escrúpulos en el Golfo Pérsico que bajo la publicidad de países punta de lanza
en camisetas del Madrid, del PSG o de la Fórmula 1 esconden unas bajezas
podridas hasta el límite de lo inhumano.
Ser esclavo hoy está tan de
moda como lo fué en la antigüedad. Leíamos en estos días que el mal llamado
Ejército islámico (hay millones de musulmanes tolerantes en el mundo que
rechazan la violencia yihadista), el ISIS, ha raptado más 200 personas (y
asesinado a otras tantas) para pedir un rescate o para venderlos como esclavos
en los alrededores de la ciudad de Ohms.
El Boko-haram tiene en su cosecha más de 700 asesinatos. De aquellas 200
muchachas estudiantes raptadas, apenas se escaparon 40. Las demás han
desaparecido. O las han matado o las han vendido como esclavas. Muchas, igual
estarán en un harem del Golfo Pérsico al estilo de las esclavas de sus
antepasados en el imperio califal cordobés. Desde las áridas estepas de
Palmira, el DAES juega con las vidas humanas o se quedan con jóvenes indefensas
como esclavas sexuales para goce aquellos "mártires de pacotilla".
Desde los miles de esclavos y esclavas secuestrados por los perros rabiosos de
DAES en Siria cuyos padres de la secta Yazidi han huído a las montañas, hasta
las azules aguas del Maditerráneo en una patera sobrecargada, amasijo de sombras
que huyen, a merced del mar y sus caprichos. Estos huyen de la esclavitud pero
son esclavos de la ruleta que los lleve a buen puerto, a salvamento marítimo o
al camposanto improvisado en los fondos marinos. Se juegan la vida a una carta.
Y la de su familia. Es la esclavitad de la fortuna. Convertirse en esclavos
pende de un hilo en una serie de calamidades que han llovido sobre sus cabezas.
Luego lleva lo que algunos
llaman el "flujo demográfico". Para subir a una patera, muchas
africanas han debido ser esclavas sexuales de los traficantes. Otros llegan a
España, Grecia o Italia en donde empieza otra carrera por la vida: la de
quedarse fuera de las zonas calientes, la de encontrar un sitio donde vivir en
paz, la de los papeles, la de buscar un medio para llegar a Francia, o a Calé
para mirar a Inglaterra, o a los países nórdicos, donde vivir en la calle
siempre será mejor que quedarse a ver venir la apisonadora asesina del DAES o
del ISIS. El flujo migratorio toca sobre todo
a países africanos o a Turquía. En mi diócesis tenemos un campo de 3.000
refugiados del Congo que hemos acogido, alojado y dado un terreno para sembrar
y comer. Llegaron sin papeles y nadie se los pidió. Muchos países africanos
reciben cientos de miles de refugiados. En Italia parecen haber entrado 52.000
en 2015. En África estoy hablando de cientos de miles. Huyen de un drama
que a veces comprendemos sólo a medias.
Recuerdo a una mujer protestante
de Obo, al este de Bangassou, en Centroáfrica. Se llama Olive. Deterioró su
vida, su salud física y mental, su familia, su honor, su credibilidad el día en
que la LRA (Armada de Resistencia del Señor del miserable Joseph Kony) la
secuestró y se la llevó esclava a la selva. Por tres años fue esclava de un
comandante que mancilló sus veinte años,
la ultrajó pisoteándola, la violó, la prestó como puta gratis a sus compañeros
de tropa, la torturó echándole encima gotitas de fuego de una bolsa de plástico
que hacía arder sobre ella cuando una orden suya era mal comprendida o una
mancha en su camisa delataba que su trabajo como sirvienta no era hecho
con inmaculada delicadeza. Oliva me
contaba como ese hacer inmaculado de las horas áridas del día se convertía en
tórrido asco cuando su "protector" llegaba borracho al campamento, la
violaba y luego la quemaba con emponzoñadas gotas de plástico. La fragilidad de
Olive destacaba sobre la brutalidad de aquel pervertido. Sus manos vacías
hablaban de su horror frente al arsenal de aquel vándalo vestido con traje de
camuflaje. Olive vivió aquel espanto tres años, hasta que, en una escaramuza
afortunada, huyó del campamento con una decena de cuerpos macilentos, jóvenes
convertidos en adultos abruptamente, mujeres con niños en los brazos, todos
esclavos modernos en el mundo virtual de alta tecnología. Olive nunca podrá
huir del drama que vivió en la selva de Obo. No tiene medios. Vive con medio
euro al día.
Entre docenas de casos vividos
en primera persona recuerdo otro del 2002.
Se trata de un muchacho atlético, fuerte, que tenía 14 años y era de
Rafai, diócesis de Bangassou. Se perdió en la selva cuando cazaba ratas
palmistas con sus amigos. A los tres días lo encontró un grupo de cazadores furtivos sudaneses que
lo alimentaron y se lo llevaron en la grupa de uno de sus asnos. A los tres
meses, el destino lo llevó a una ciudad del centro del Sudán en donde los
furtivos lo vendieron a unos comerciantes de Jartum, la capital. Allí lo
volvieron a vender en una subasta de esclavos,
lo compró una familia que lo revendió más tarde. Su vida se convirtió en
una espiral de pujas y vejaciones, en un objeto desechable dentro de las
costumbres de familias tradicionales sudanesas. Cuando tres años después, una
ONG inglesa lo descubrió y habló con él, se recordó de cuatro palabras en
francés y en zande, su lengua natal y de Bangassou su región. A través de los
Combonianos de Jartum, contactaron conmigo. Esta ONG lo recompró y lo embarcó
para Centroáfrica donde yo mismo lo recibí en el aeropuerto de Bangui y lo
llevé hasta su familia, 800 kilómetros en la selva, que lo acogió con extraordinaria alegría, perpleja
por increíble, el mismo Michel por quien
habían hecho los funerales tres años antes.
Esclavos de la antigüedad y
esclavos del hombre moderno. Estamos viviendo la repetición de aquello que ya
ocurrió en muchos momentos de la
historia. La de hoy, en el Mediterraneo, en Ceuta, en Calé o en Lampedusa, es
otra página manchada de la historia. ¿Vamos a quedarnos de brazos cruzados? En
aquellos momentos, siempre hubo hombres lúcidos, carismáticos. Héroes de la
humanidad que supieron reaccionar con feroz energía y amor sin límites. Desde
San Pablo y su historia de Onésimo y Filemón hasta San Pedro Claver o San
Junípero Serra (que será canonizado por el Papa Francisco en Washington el
próximo 23 de septiembre), no todo el mundo se quedó indiferente.
Hay reacciones extraordinarias, como la del
arzobispo de Tánger, Mons. Santiago Agrelo, que escribió en defensa de los
derechos de estos “extranjeros” a los que el Evangelio nos dice claramente, en
el texto del juicio final de Mateo 25, que tenemos que acoger, sobre todo
sabiendo que miles de ellos están huyendo de una muerte segura. Con efecto
llamada o sin él. Países como Grecia, Italia o España están haciendo frente al
problema como mejor pueden, pero muchas veces están desbordados. La unión
Europea no dice nada por no mojarse, creo yo. Y la Iglesia católica, nuestras comunidades
religiosas, me parece ver un alzarse de hombros como pensando “esto no me
toca”, “estos dramas no van conmigo”, o “estos indeseables no entran en mi
evangelio, mejor que la policía los vuelva a echar al otro lado de la
frontera”. Mirar y ver qué pasa, desde la orilla. El silencio nos hace
cómplices de los esclavistas. Ojalá que surjan nuevos Juníperos o Pedro Claver,
capaces de mirar desde el evangelio y actuar, de empatizar con los últimos de
la cadena y desbordar de compasión por estos esclavos modernos. No vaya a ser
que el mayor asesino en serie hoy día en nuestro planeta no sea la pobreza,
sino nuestra indiferencia.
Mons. Juan José Aguirre
Obispo de Bangassou (Rep. Centroafricana)
22 Agosto 2015
22 Agosto 2015
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