SAN
JERÓNIMO
(347-420)
(347-420)
San Jerónimo, uno de
los grandes Padres latinos de la Iglesia, junto a las figuras de S. Agustín de Hipona, de
S. Ambrosio de Milán y de S. Gregorio Magno, ha sido considerado como el «príncipe de
los traductores» de la Biblia y el exegeta, por excelencia, de los Padres de Occidente.
Es muy conocido el
cuadro del pintor alemán Dürer, en el que aparece la figura ascética de S. Jerónimo,
en su retiro de Belén, rodeado de la claridad de una aureola, a sus pies un león que,
según la leyenda, había sido curado de una herida por el santo, un rayo de luz que
penetra por una estrecha rendija, en un ambiente de recogimiento espiritual y de intensa
actividad intelectual..., pero su vida fue mucho más agitada y de lucha que la que parece
reflejar el cuadro.
Nacido en la ciudad
fortificada de Estridón, en los límites del mundo latino, no lejos de Trieste, entre las
provincias romanas de Dalmacia (perteneciente actualmente a Yugoslavia) y de Panonia
(Hungría), el año 347 de nuestra era, en el seno de una familia cristiana. Después de
haber aprendido a leer, a escribir y a contar, en su ciudad natal, fue enviado a Roma por
sus padres, para proseguir los estudios y adquirir una formación superior que le pudiese
facilitar el acceso a alguna carrera civil. Allí tuvo como Profesor al célebre
gramático Donato. De su primera estancia romana le vino a Eusebius Hieronymus —tal
era su nombre completo— su afición y conocimientos de los grandes autores latinos
(Virgilio, Horacio, Quintiliano, Séneca, entre otros, y los historiadores), pero su
verdadero maestro y modelo fue Cicerón, cuyo estilo elocuente y cincelado imitó. Esta
afición suya a los autores paganos, le mereció una severa reprensión y un duro castigo
del Cielo, durante un sueño, cuando posteriormente, se retiró al desierto de Calcis (al
sur de Alepo, ciudad siria), durante los años 375-377. En una célebre carta del propio
San Jerónimo, dirigida a su hija espiritual, Eustoquio, sobre la virginidad, escrita en
Roma, entre los años 383/384, descubrió este sueño1.
No dejó por ello de
seguir citando a los autores paganos clásicos en sus escritos posteriores, cosa que le
recordará posteriormente Rufino de Aquileya, en el ardor de la polémica que mantuvieron
ambos.
Jerónimo, durante su
estancia en Roma (años 359-367), llevó una vida frívola y disipada 2, que
posteriormente, le produjo turbaciones de conciencia y tentaciones que él combatió con
ásperas penitencias y con su entrega al estudio de la Sagrada Escritura. En ésta su
primera estancia en Roma, recibió el Sacramento del Bautismo, junto con su compañero de
estudios, Bonosa
Posteriormente marchó
a la ciudad Imperial de Tréveris, en la Galia (ahora pertenece a la República Federal de
Alemania), hacia el año 367.
En esta época,
experimentó una primera conversión: empezó a interesarse por los escritos de Teología.
Dedicó sus ratos libres a copiar obras de Hilario de Poltiers (367); e intensificó su
vida de piedad.
Volvió, hacia el año
370, a su patria, en compañía de Bonoso. Pero no se encontraba a gusto allí En Aquilea,
en torno a su Obispo Valeriano, con sus antiguos compañeros,—además de
Bonoso—Rufino, Cromacio y Heliodoro, formaron una especie de cenáculo de ascetas que
imitaban a los eremitas de Oriente, contaban historias edificantes y conversaban sobre la
Sagrada Escritura.
Aquellas convivencias
desembocaron en controversias, a causa, sobre todo, del carácter polémico de Jerónimo,
y acabaron disolviéndose.
Luego, acompañado de
Rufino, su entrañable amigo de entonces, y luego, a consecuencia de la controversia
origenista, su enemigo de última hora, hace su primer viaje a Oriente. Acompañaron en su
primer viaje a Evagrio de Antioquía, traductor de San Atanasio, que volvía a su patria.
Hacia el otoño del año 374, llegó a Antioquía de Siria. Aquí recibió clases de
Sagrada Escritura de Apolinar de Laodicea (390) 3.
Hacia el año 375,
abandonó Antioquía y se internó en el desierto de Calcis—del que ya hemos
hablado—a quince leguas al sudeste de aquella ciudad. Aquí, se dedicó seriamente al
estudio del hebreo, bajo el magisterio de un judío converso.
Las discusiones
teológicas entre los monjes, le forzaron a regresar a Antioquía (377). Allí fue
ordenado de presbitero por Paulino, Obispo de Antioquía. Poco después, hacia el año
382, después de la celebración del II Concilio Ecuménico (I de Constantinopla, año
381), Paulino, junto con Jerónimo, se dirigió a Roma. Había asistido como observador a
los debates del Concilio; y allí conoció a Gregorio Nacianceno, a quien llamó su
«maestro», que le abrió la inteligencia de la Sagrada Escritura. También pudo conocer
a Gregorio de Nysa, a Anfiloquio de Icona y a otros Padres Conciliares.
Pero él no se
preocupó—de momento—de las discusiones estrictamente teológicas de la Iglesia
Oriental. Su proyecto era instruirse en la interpretación correcta de la Sagrada
Escritura, para hacer avanzar la teología, y, con esa finalidad, alcanzar un sólo
conocimiento de exégesis bíblica y de los idiomas originales en los que fue escrito el
texto sagrado. Él, como lo diría hacia el fin de su vida, quería consagrarse plenamente
a explicar la Escritura y hacer conocer a los que hablaban su lengua (el latín) la
ciencia de los hebreos y de los griegos.
Durante su nueva
estancia en Roma, ganó la confianza del Papa San Dámaso, que le hizo su Secretario.
Aquí empezó su labor de corrector y traductor al latín de la Sagrada Escritura.
En ese siglo, había ya
muchas diferencias entre los diferentes códices latinos de los Evangelios, y muchos de
ellos, por la tendencia a la armonización de un Evangelio con otro, muy alterados en su
sentido original.
Por este motivo, al
Papa le encargó a San Jerónimo que hiciese una revisión de la traducción Latina de los
Evangelios. Así comenzó la versión Latina de la Biblia que se ha llamado,
posteriormente, la «Vulgata»4.
En esta estancia
romana, San Jerónimo, hizo de guía espiritual de un grupo de mujeres piadosas, de la
aristocracia romana, entre ellas las viudas Marcela y Paula (ésta, madre de la joven
Eustoquio a quien Jerónimo dirigió una de sus más famosas cartas, sobre el tema de la
virginidad). Las inició en el estudio y meditación de la Sagrada Escritura y las
dirigió por los caminos de la perfección evangélica, en los ayunos, en los cánticos de
los Salmos, en las obras de caridad, en el abandono de las vanidades del mundo.
El centro de este
movimiento de espiritualidad femenina se hallaba en un palacio del Aventino, en donde
residía Marcela con su hija Asella. El santo doctor llevó a este círculo de mujeres
romanas las prácticas ascéticas de los monjes de Oriente. Les dirigió cartas de
doctrina espiritual que fueron publicadas.
Esta actividad de
dirección espiritual de mujeres le valió críticas de parte del clero romano, llegando,
incluso, a la difamación y a la calumnia.
En diciembre del 384,
después de la muerte del Papa San Dámaso fue elegido Papa Siricio; el ambiente, en la
Curia romana, se le vuelve hostil y esta nueva situación facilitó su nuevo apartamiento
de Roma, de donde volvió a salir algo amargado e irritado, para no volver allí hasta
después de su fallecimiento, en sus restos mortales, en la espera del día de la
resurrección de la carne.
San Jerónimo, durante
su estancia en Roma, revisó y corrigió, también el salterio latino, teniendo como base
la versión prehexaplar5 de los setenta que él llama «Koiné». El mismo santo
reconoció que esta revisión fue un tanto «apresurada». Se le llamó «Salterio
romano» por haber sido revisado en Roma. Este texto revisado por San Jerónimo se ha
perdido.
En cuanto a los
restantes libros del Nuevo Testamento, no queda constancia de que hubieran sido revisados
por San Jerónimo. Los textos de dichos libros, recogidos en la «Vulgata», fueron
atribuidos o a Pelagio, por D. de Bruyne, o a Rufino el Siro, discípulo de San Jerónimo
y amigo de Pelagio 6.
Durante su estancia en
Roma, San Jerónimo escribió el año 383, el «De perpetua virginitate beatae Mariae»,
contra Helvidio, seglar romano, que sostenía que la Virgen María había tenido otros
hijos de su esposo San José, después del nacimiento de Jesús, apoyándose en algunos
textos mal interpretados de Mateo y de Lucas y en el testimonio de algunos escritores
eclesiásticos, y trataba de equiparar el matrimonio a la virginidad. San Jerónimo
aparece ya, en esta publicación, no sólo como el gran defensor de la virginidad de
María, sino, también como el doctor de la virginidad, que luego confirmaría en sus
libros, escritos en Belén, el año 392, contra el monje Joviniano que discutía el valor
de la virginidad y de la ascética cristiana, y propugnaba otros errores teológicos.
Al salir de Roma, dos
de la mujeres dirigidas por él, Paula y Eustoquio, para evitar suspicacias, no le
acompañaron, pero luego se reunieron con él en Reggio Calabria para seguir el viaje
juntos hasta Chipre, en donde se encontraba su amigo Epifanio, y luego a Antioquía. En
esta ciudad encontraron a un antiguo conocido, Paulino, quien con su cariñosa
hospitalidad les retuvo un poco de tiempo.
Luego emprendieron una
peregrinación por los Santos Lugares, utilizando la calzada romana que les condujo a
Palestina, bordeando el litoral de Siria y Fenicia. En Alejandría, cuyo Patriarca era el
joven Obispo Teófilo, entró en contacto con Dídimo el Ciego, extraordinariamente
erudito y profundo conocedor de Orígenes, quien le inició en el conocimiento de este
gran exegeta y teólogo oriental.
Hicieron también un
recorrido por Egipto, para conocer personalmente a los heroicos monjes y eremitas del
desierto, a los dos lados del Nilo.
Por fin, en el verano
del 396, se instalaron en Belén. Se constituyeron dos comunidades, una masculina y otra
femenina. La construcción definitiva de los edificios para albergar a las dos comunidades
y para una hospedería de peregrinos se pudo realizar gracias a la ayuda económica de
Paula. Esta instalación, en Belén, favoreció la intensa actividad intelectual de San
Jerónimo. En este tiempo, se dedicó, preferentemente, al Antiguo Testamento. Se
envenenó durante algunos años la polémica origenista 7, produciéndose un
enfrentamiento entre Rufino de Aquilea, y Jerónimo a pesar de su antigua y profunda
amistad.
En el año 397, el
entonces joven Obispo africano, Agustín de Hipona, inició su correspondencia con San
Jerónimo, manifestando aquél algunas reservas a la labor de traductor bíblico de éste.
Estas diferencias de criterio no impidieron que, posteriormente, unieran sus fuerzas
contra la herejía de Pelagio.
La labor más
importante de San Jerónimo como traductor de la Biblia la realizó durante su estancia en
Belén, centrada, fundamentalmente, en el Antiguo Testamento. Gracias a la generosidad de
su dirigida Paula, pudo disponer de un equipo de copistas que facilitaron su labor
intelectual, desde su retiro bethelemita. A este trabajo dedicó alrededor de 15 años
(390-405).
Hacia el año 387,
volvió a corregir el Salterio, teniendo delante el texto griego hexaplar de Orígenes.
Este trabajo lo realizó en Cesarea, en donde se conservaba el texto de Orígenes, pero
fue en Belén en donde lo publicó.
Esta versión del
Salterio, se llamó «Salterio Galicano» porque fue recibida en las Galias en la época
de los Reyes Carolingios. Posteriormente fue introducida en la Biblia de Alcuino (año
801); y, por último, en la Biblia SixtoClementina (1592) 8, formando, de esta manera,
parte integrante de la «Vulgata».
El año 390, es la
fecha en que inició su tarea colosal de traducir directamente del hebreo los libros del
Antiguo Testamento para responder a los judíos que, en sus disputas con los cristianos,
repetían incansablemente que los argumentos teológicos, basados en los textos griegos y
latinos, no tenían valor porque no respondían al texto original de las Escrituras
hebreas, y también, para ofrecer a los cristianos el genuino y auténtico sentido de la
Biblia. No siguió el orden del texto, sino que se atuvo a los deseos de sus amigos que le
pedían la traducción de un libro u otro de la Sagrada Escritura9.
Así, tradujo los dos
libros de Samuel y los dos de los Reyes, en los años 390-391. En este tiempo, tradujo el
libro de Tobías del arameo, en un sólo día Tradujo, también, entre el 391 y el 392,
los libros de los Profetas, y las partes Deuterocanónicas del Libro de Daniel, éstas
últimas de la versión griega de Teodoción10. Terminó la traducción del libro de Job
(en 393) e hizo, entre 394-395, la traducción de los libros de Esdras y Nehemías, y
llevó a término la traducción directa del Salterio hebraico, aunque este Salterio nunca
fue utilizado por la Iglesia en las funciones litúrgicas.
Asimismo tradujo los
libros 1-2 de Paralipómenos; y los tres libros de Salomón (Proverbios, Eclesiastés y
Cantar de los Cantares, en el año 397). Empeñó la traducción del Pentateuco entre los
años 398-404 terminando este trabajo posteriormente, así como los libros de Josué,
Jueces, Rut y Ester. El libro de Judit lo tradujo del arameo, en una noche. Los
Deuterocanónicos de Baruc, Eclesiástico, Sabiduría y 1-2 Macabeos no los tradujo, por
no hallarse incluidos en el canon hebreo. Se puede afirmar, por tanto, que San Jerónimo
es el traductor del texto de la Vulgata, por lo que se refiere a una gran parte del
Antiguo Testamento, y también, del Nuevo Testamento11.
El Concilio de Trento,
en la sesión IV (8 Abril 1546) declaró solemnemente la «autenticidad» de la Vulgata,
aunque ordenó, al mismo tiempo, que se hiciese una edición revisada del texto. Hoy es
aceptado por todos que este Decreto del Concilio era de «carácter disciplinar», pero
con fundamento dogmático, ya que la Iglesia asistida por el Espíritu Santo, en su
Magisterio, no podía equivocarse en la utilización, durante tantos siglos, de una fuente
de Revelación que contuviera errores dogmáticos.
Esto fue confirmado,
posteriormente, por el Papa Pío Xll, en la Encíclica «Divino Afflante Spiritu»
(30-lX-1943); el Concilio Vaticano II reconociendo el honor debido a la «Vulgata»,
recomienda, sin embargo, que se hagan traducciones aptas y fieles de los textos primitivos
de varios lugares, como ya se había empezado a realizar en los años anteriores al
Concilio (Const. sobre la «Divina Revelación», n.° 22).
Pero la labor
intelectual y doctrinal de San Jerónimo no se agotó en las traducciones de los libros de
la S. Escritura. Además de otras obras de carácter ascético, histórico, hegiográfico
o doctrinal, hizo comentarios bíblicos, tanto por escrito 12 como en forma de homilías o
sermones, aparte de su riquísimo y profundo epistolario, al cual hemos aludido. En
algunas de sus cartas se contienen «trabajos monográficos» breves sobre cuestiones
bíblicas (así, en su Carta del año 397, escrita en Belén y dirigida a la virgen
Principia, desarrolla un comentario al Salmo 44; en su carta escrita a San Paulino de
Nola, también desde Belén—años 395/96 , presenta, sucintamente, las
características principales de los Libros Santos; en su carta a
Evangelo—presbítero, escrita en la primavera del año 398, diserta sobre la persona
de Melquisedec).
El Evangelio de San
Marcos, pertenece al género homilético. La traducción castellana se basa en el texto
critico preparado por el monje benedictino G. Morin, que ha realizado una excelente labor
de reconstrucción del texto original del Santo Doctor.
Se trata de una serie
de 10 homilías, algunas muy breves, en las que el predicador desarrolla sólo algunos
versículoss13. En ellas brilla la enorme erudición, sagrada y profana, así como el
conocimiento de las costumbres y del ambiente palestino de San Jerónimo.
Como exige el género
homilético, predominan las exhortaciones de carácter moral, aunque, tampoco faltan
referencia a errores heréticos y las advertencias sobre las artimañas del Demonio contra
la Iglesia y los fieles.
Es característica de
San Jerónimo sus comentarios a los nombres judíos, y a las designaciones de la
geografía palestinense, que él estudió a fondo en sus libros «Onomastica»: «Liber
locorum», «Liber nominum», y a los cuales alude espontáneamente en sus homilías y
disertaciones.
San Jerónimo murió el
30 de Septiembre del año 420. La literatura y la pintura han rodeado de fantasía y de
leyenda sus últimos momentos. El Padre Sigüenza, en su conocida biografía del Santo14 y
el pintor Domenichino, en su famoso cuadro, han dado libre rienda a su fantasía en la
descripción y pintura de su muerte. Pero, con independencia de la leyenda, la persona de
San Jerónimo emerge a través de los siglos, como uno de los grandes Padres de Occidente,
con su impresionante cultura, sagrada y profana, su inmensa erudición, su capacidad de
políglota, su tenacidad y entrega al estudio y al trabajo, su devoción a las Sagradas
Escrituras, su espíritu ascético y contemplativo, su inquebrantable ansia de verdad, su
defensa de la virginidad, y su amor a la Iglesia y a Jesucristo, que le llevó a la
santidad, a pesar de su temperamenteo colérico y polemista, y que ha hecho de él el
máximo «Doctor de las Sagradas Escrituras» 15.
SAN JERÓNIMO, cuya erudición supera la de todos los demás
padres latinos y probablemente es única en su época, escribió con una
orientación hacia la Escritura aún mayor que San Ambrosio. El primer lugar entre
sus obras lo ocupan sus trabajos de revisión de la traducción latina de la
Biblia, que le había encargado en Roma el papa Dámaso en vista de las
diferencias que se encontraban entre las diferentes versiones.
En un primer
momento, Jerónimo revisó los cuatro evangelios y, al parecer, los otros libros
del Nuevo Testamento, con el deseo de cambiar
lo menos posible de la versión latina tradicional; después revisó también los
salmos. Luego, cuando llegó a Belén, comenzó una revisión del Antiguo
Testamento, basada en la versión al griego de los Setenta y consultando las
Exaplas de Orígenes y el texto hebreo que se usaba entonces en las sinagogas.
Estos trabajos le fueron robados, excepto el libro de Job y los salmos que, por
haberse difundido luego principalmente en la Galia se conocieron con el nombre de salterio galicano,
y son los que figuran en la Vulgata.
Al tiempo que hacía esta revisión decidió que lo mejor sería
hacer una traducción enteramente nueva y directa desde la lengua original,
hebreo o arameo, y dejando de basarse en la versión de los Setenta; pues si al
principio, siguiendo una opinión que era relativamente corriente, había
considerado que la propia traducción como tal era inspirada, poco a poco había
ido cambiando de parecer. Este trabajo, que duró hasta el 406, excluía algunos
de los libros deuterocanónicos. Su traducción, importantísima, buscaba más la
comprensión del lector que una estricta literalidad, y en general resultaba muy
esmerada.
En términos generales, se puede decir que su revisión del
Nuevo Testamento es substancialmente buena, aunque demasiado ligera. En el
Viejo Testamento, lo más conseguido son los libros históricos, que hizo al
principio; la traducción del Pentateuco y de Josué, hecha hacia el final, es
menos cuidada. El texto griego consultado a través de las Exaplas de Orígenes
influyó, sobre todo, en su revisión de los profetas; también la antigua versión
latina tuvo alguna influencia. Parece que el texto hebreo sobre el que trabajó
Jerónimo no era muy distinto del que ha llegado hasta nosotros.
La traducción de San Jerónimo tardó en imponerse,
pues chocaba a los que estaban acostumbrados a oír la
versión tradicional. Hacia el año 600, en tiempos de Gregorio Magno, ambas versiones se utilizaban por un igual,
y hacia los siglos viii-ix, la de Jerónimo se había impuesto
definitivamente; el nombre de versión Vulgata, la versión divulgada por excelencia, se hace corriente en el silo xiii.
Los comentarios de Jerónimo a la Sagrada Escritura
son numerosos, pero algo apresurados y no muy profundos.
Tiene varios tratados sobre diversos libros del Viejo Testamento (sobre los
Salmos, el Eclesiastés, los Profetas) y del Nuevo (evangelio de San Mateo, varias cartas de San Pablo)
y unas 95 homilías,
la mayoría sobre los salmos.
En otros
escritos dogmáticos y polémicos aborda temas clásicos como la virginidad, y combate en ellos los errores
de Orígenes y de Pelagio. Escribió también una continuación a la Historia
Eclesiástica de Eusebio de Cesarea.
Sus cartas,
de las cuales se conservan unas 120, resultan, como de
costumbre, de gran interés para la historia. Fueron escritas con vistas a ser
publicadas y, sin que falten las personales y familiares, alguna de ellas es
casi un verdadero tratado.
SAN JERÓNIMO, cuya erudición supera la de todos los demás
padres latinos y probablemente es única en su época, escribió con una
orientación hacia la Escritura aún mayor que San Ambrosio. El primer lugar entre
sus obras lo ocupan sus trabajos de revisión de la traducción latina de la
Biblia, que le había encargado en Roma el papa Dámaso en vista de las
diferencias que se encontraban entre las diferentes versiones.
En un primer
momento, Jerónimo revisó los cuatro evangelios y, al parecer, los otros libros
del Nuevo Testamento, con el deseo de cambiar
lo menos posible de la versión latina tradicional; después revisó también los
salmos. Luego, cuando llegó a Belén, comenzó una revisión del Antiguo
Testamento, basada en la versión al griego de los Setenta y consultando las
Exaplas de Orígenes y el texto hebreo que se usaba entonces en las sinagogas.
Estos trabajos le fueron robados, excepto el libro de Job y los salmos que, por
haberse difundido luego principalmente en la Galia se conocieron con el nombre de salterio galicano,
y son los que figuran en la Vulgata.
Al tiempo que hacía esta revisión decidió que lo mejor sería
hacer una traducción enteramente nueva y directa desde la lengua original,
hebreo o arameo, y dejando de basarse en la versión de los Setenta; pues si al
principio, siguiendo una opinión que era relativamente corriente, había
considerado que la propia traducción como tal era inspirada, poco a poco había
ido cambiando de parecer. Este trabajo, que duró hasta el 406, excluía algunos
de los libros deuterocanónicos. Su traducción, importantísima, buscaba más la
comprensión del lector que una estricta literalidad, y en general resultaba muy
esmerada.
En términos generales, se puede decir que su revisión del
Nuevo Testamento es substancialmente buena, aunque demasiado ligera. En el
Viejo Testamento, lo más conseguido son los libros históricos, que hizo al
principio; la traducción del Pentateuco y de Josué, hecha hacia el final, es
menos cuidada. El texto griego consultado a través de las Exaplas de Orígenes
influyó, sobre todo, en su revisión de los profetas; también la antigua versión
latina tuvo alguna influencia. Parece que el texto hebreo sobre el que trabajó
Jerónimo no era muy distinto del que ha llegado hasta nosotros.
La traducción de San Jerónimo tardó en imponerse,
pues chocaba a los que estaban acostumbrados a oír la
versión tradicional. Hacia el año 600, en tiempos de Gregorio Magno, ambas versiones se utilizaban por un igual,
y hacia los siglos viii-ix, la de Jerónimo se había impuesto
definitivamente; el nombre de versión Vulgata, la versión divulgada por excelencia, se hace corriente en el silo xiii.
Los comentarios de Jerónimo a la Sagrada Escritura
son numerosos, pero algo apresurados y no muy profundos.
Tiene varios tratados sobre diversos libros del Viejo Testamento (sobre los
Salmos, el Eclesiastés, los Profetas) y del Nuevo (evangelio de San Mateo, varias cartas de San Pablo)
y unas 95 homilías,
la mayoría sobre los salmos.
En otros
escritos dogmáticos y polémicos aborda temas clásicos como la virginidad, y combate en ellos los errores
de Orígenes y de Pelagio. Escribió también una continuación a la Historia
Eclesiástica de Eusebio de Cesarea.
Sus cartas,
de las cuales se conservan unas 120, resultan, como de
costumbre, de gran interés para la historia. Fueron escritas con vistas a ser
publicadas y, sin que falten las personales y familiares, alguna de ellas es
casi un verdadero tratado.
1 La carta en la cual
se ha recogido la descripción del sueño, es la Xll. La «Biblioteca de Autores
Cristianos», editó en ed. bilingüe latín-español, en dos vols. las «CARTAS DE S.
JERÓNIMO», preparada por D. Ruiz Bueno.
2 Pero, al mismo
tiempo, se despertaron sus aficiones a la vida ascética y devota, manifestadas en sus
visitas dominicales a las tumbas de los apóstoles y de los mártires.
3 Apolinar pertenece a
la célebre escuela antioquena, se distinguió por su actividad contra el «arrianismo»,
pero cayó en la herejía que lleva su nombre, que negaba, a Jesucristo, la existencia de
alma racional. Fue condenada esta herejía en el I Concilio de Constantinopla, bajo el
pontificado del Papa San Dámaso (366-384).
4 Como ediciones
criticas de este texto revisado de los Evangelios podemos citar: «Novum Testamentum...
Secundum editionem S. Hieronymi, I-III» (Oxford, 1889-1954); H. I. White «Novum
Testamentum Latine», Editio minor (Oxford, 1911); R. Weber «Biblia Sacra iuxta vulgatam
versionem...», (Stuttgart, 1969; 1975 2ª ed.).
5 Como ya es sabido, el
texto hexaplar del Antiguo Testamento fue compuesto por Origenes (año 240), se llama
«hexaplar» porque fue presentado a seis columnas: las dos primeras contienen el texto
hebreo (la 1ª escrita con carácteres hebreos, la 2ª el mismo texto, en carácteres
griegos); la 3ª, la versión griega de Aquilas; la 4ª, la versión griega de Simaco; la
5ª, la versión de los «setenta»; y la 6ª, la versión de Teodoción. El texto de los
Salmos, que San Jerónimo tuvo delante para la revisión del texto latino, fue una
versión griega de los setenta anterior a la edición critica hexaplar de Orígenes.
6 Véase
«PATROLOGÍA» de la obra J. Quasten, en el Vol. lIl, redactado por Profesores del
«Agustinianum», bajo la dirección de A. di Berardino, B.A.C. Madrid, 1981 (págs.
260-261); «introducción a la Biblia» por M. Tuya O.R y J. Salguero O.P., BAC, Madrid,
1967 (págs. 532-533).
7 Como ya es sabido,
Orígenes, a pesar de ser un hombre profundamente místico, de temple de mártir, y un
gran exegeta y teólogo, incurrió, sin actitud formal herética, en algunos errores
dogmáticos, tales como la negación de la eternidad de las penas del infierno y la
afirmación de la preexistencia de las almas, siendo condenadas algunas de sus
proposiciones, en el II Concilio de Constantinipla (V Ecuménico), el año 543.
8 Como consecuencia de
las alteraciones e interpolaciones introducidas en el texto latino de la traducción del
hebreo, de la mayor parte de los libros de la Biblia, como luego indicaremos, la Santa
Sede, después del Concilio de Trento asumió la iniciativa de revisar el texto de la
«Vulgata». Este trabajo culminó bajo el pontificado de Clemente VlIl (1592), pero como
se había iniciado en el pontificado de Sixto V (1585-1590), se llamó, a la edición
revisada, «Sixto-Clementina».
9 Cfr. L.H. Cottineau
«Chonologie des versions bibliques de Saint lerónime», Miscellanea Geronimiana - Roma
1920 (págs. 43-68).
10 Como ya es sabido,
la expresión «deuterocanónico» se aplica, desde Sixto de Siena (1520-1569), a aquellos
libros de la Biblia,—especialmente del Antiguo Testamento—sobre cuya canonicidad
se dudó, en algunos sectores reducidos de la primitiva Iglesia, hasta que el Magisterio
reconoció oficialmente su carácter inspirado y los incluyó en el canon de la Sagrada
Escritura. Se consideran «deuterocanónicos» los siguientes libros del Antiguo
Testamento: Tobías, Judit, Baruc, Sabiduría, Eclesiástico, 1-2 Macabeos, y las partes
griegas de Daniel y Ester; y del Nuevo Testamento: Hebreos, Santiago, S. Pedro, 2-3 Juan
I, Judas y Apocalipsis. Pero esta distinción entre libros «protocanónicos» y
«deuterocanónicos» no quiere significar—una vez que han sido incluidos en el
«canon» de los libros inspirados—una clasificación de valor o de dignidad entre
ellos. Los judíos también tenían un «canon» de los Libros del Antiguo Testamento.
11 El texto de la
Vulgata encontró dificultades para ser aceptado por la Iglesia de Occidente, en la parte
refe- rente al Antiguo Testamento, hasta el siglo V, en que empezó a ser recibida
preferentemente a las antiguas revisiones, aunque no se impuso hasta el final del siglo
VlIl. Su difusión fue causa de pérdida de su pureza primitiva; ello impuso diversas
versiones: Alcuino [801]; Teodulfo [821]; la Biblia parisiense, en el siglo XIII; pero la
más importante fue la Sixto-Clementina [1542]; la versión y ed., critica por los
anglicanos J. Wordsworth y H.J. White, y terminada por Jenkins, Adams y Sparks—Oxford
1889—1954, 3 vols.; la revisión encomendada por San Pio X a la Orden Benedictina, en
1907; y la constitución por Pio X en Roma del Monasterio de San Jerónimo, para realizar
una edición critica definitiva, pero cuya labor no ha terminado, llevando publicados 11
vols., aunque se prevé que la obra completa constará de 26-28 vols.; el Papa Pablo VI,
el 29-XI-1965, creó una Comisión especial pontificia para revisar el texto latino de la
Vulgata, de acuerdo con el avance de los estudios bíblicos, con la finalidad pastoral de
que pudiese ser utilizado en los oficios litúrgicos. El Papa Juan Pablo II, por una
Constitución Apostólica de 25 de Abril de 1979, promulgó la «Nueva Vulgata», de
acuerdo con la revisión efectuada por dicha Comisión.
12 Entre sus
comentarios merecen citarse: a la Carta de San Pablo a Filemón; a los Gálatas; a los
Efesios; a Tito; al Eclesiastés; al Génesis; a los Salmos.... también comentó a San
Mateo y revisó el comentario latino al Apocalipsis de Victorino de Petavio. Su único
comentario sistemático es sobre los Profetas (únicamente dejó de comentar el libro de
Zacarías cuyo comentario lo solicitó de Dídimo, como se ha descubierto en los últimos
tiempos, en un papiro de Tara). El haber podido disponer, sobre todo, de la biblioteca de
Cesarea, le facilitó mucho su labor de comentarista. La influencia de Orígenes es
manifiesta en sus comentarios bíblicos, aún cuando combatió sus errores dogmáticos.
13 Estas homilías
sólo muy recientemente han sido atribuidas a San Jerónimo. No constituyen un comen-
tario completo al Evangelio de Marcos. No se sabe con exactitud, si esta limitación se
debe a la voluntad del propio San Jerónimo o al hecho de haberse perdido el resto.
14 «Vida de San
Jerónimo, Doctor Máximo de la Iglesia», Madrid 1853.
15 La traducción al
castellano, recogida en este volumen, ha sido realizada por el Profesor de la Facultad de
Teología San Vicente Ferrer de Valencia, Rvdo. Sr. D. Joaquín Pacual Torró, sobre el
texto latino del «Corpus Christianorum» (series latina, vol. 78, págs. 449-500.
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