Queridos hermanos y hermanas:
Permitidme que dedique esta carta semanal a nuestros ancianos. La ancianidad, decía Cicerón, es “el otoño de la vida”. Con esta bella metáfora expresaba el célebre escritor latino la realidad de las personas ancianas, que en muchos casos viven en situación de dependencia absoluta y se sienten particularmente vulnerables por el deterioro físico y las enfermedades. El paso de los años no merma, sin embargo, la dignidad de los ancianos, que como afirma la Escritura, “todavía en la vejez producen fruto” (Sal 92, 15). Por ello, en nuestros días es necesario superar la mentalidad tan difundida que hace radicar el valor de la persona en la juventud, la vitalidad, la salud, la belleza, la eficacia y la utilidad, desoyendo la sabia advertencia del autor sagrado ante la caducidad de la vida: “juventud y pelo negro, todo es vanidad” (Ecle 11, 10).
A juicio de los sociólogos, el envejecimiento de la población mundial será uno de los fenómenos más relevantes del siglo XXI. Esta previsión realista constituye un reto para nuestra época, el reto de afirmar sin excepciones la dignidad de la persona anciana, y de construir, como escribiera Juan Pablo II, “una sociedad para todas las edades”. Una sociedad es justa en la medida en que da respuesta a las necesidades básicas de todos sus miembros, especialmente los más débiles, guiándose no por criterios económicos o de utilidad, sino por sólidos principios morales, en primer lugar por el principio de solidaridad, la ayuda recíproca entre las generaciones y el respeto de la vida de nuestros mayores hasta su ocaso natural. Los ancianos no han de ser considerados como una “carga”, sino como un verdadero “recurso”, que enriquece la vida familiar y social. En consecuencia, no deben ser relegados a una situación de marginación y soledad.
En una sociedad dominada por las prisas, la agitación y el consumismo alienante, los ancianos nos están diciendo que hay aspectos de la vida, como los valores humanos, culturales, morales y religiosos, que no se miden con criterios económicos o de productividad. Los ancianos, por otra parte, aportan a la familia los “carismas” propios de su edad, el sentido de la historia y de la propia identidad, la experiencia y el valor de las relaciones interpersonales. En la vida de la Iglesia, la aportación de los ancianos es decisiva, como colaboradores en las parroquias, apóstoles de sus coetáneos, portadores de humanidad, testigos en el sufrimiento y cooperadores con sus hijos en la transmisión de la fe a los nietos. En el discurso que el Papa Benedicto XVI nos dirigió en la noche del 8 de julio de 2006, en el encuentro inolvidable con las familias en Valencia, dedicó un párrafo muy hermoso a los abuelos: “Ellos pueden ser, y lo son tantas veces, los garantes del afecto y la ternura que todo ser humano necesita dar y recibir. Ellos dan a los pequeños la perspectiva del tiempo, son memoria y riqueza de las familias. Ojalá que, bajo ningún concepto, sean excluidos del círculo familiar. Son un tesoro que no podemos arrebatar a las nuevas generaciones, sobre todo cuando dan testimonio de fe ante la cercanía de la muerte”.
Como afirma el Papa en el párrafo precedente, el primer ámbito de acogida y atención de los ancianos es la familia, su lugar natural. Las residencias, hoy tan en boga, públicas o privadas, por muy confortables y bien equipadas que estén, no dejan de ser un mal menor o un mal necesario, pues como dice una célebre canción mejicana, “aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión”. Cuando por razones de fuerza mayor la familia tiene que delegar el cuidado del anciano a una institución, debe tratar en lo posible de recrear la vida familiar en la nueva situación con visitas frecuentes, procurando que la asistencia que recibe sea rica en humanidad y valores auténticos. En este sentido, es necesario destacar el servicio impagable que han prestado y siguen prestando a los ancianos tantas Congregaciones religiosas femeninas, creando en sus residencias un clima verdaderamente familiar y hogareño, impregnado de afecto y cariño.
En una carta dirigida a los ancianos en 1999, el Beato Juan Pablo II, anciano y enfermo, nos hacía esta confidencia: “Sigue siendo verdad que los años pasan aprisa; el don de la vida, a pesar de la fatiga y el dolor, es demasiado bello y precioso para que nos cansemos de él”. Los últimos años de este Papa grande corroboraron la profunda verdad que esconden estas palabras que hago mías. A pesar de los años y los achaques, queridos hermanos ancianos, no os canséis del don de la vida, que sigue siendo un regalo precioso para vuestras familias, para la Iglesia y la sociedad. Vuestros sufrimientos y dolores, ofrecidos a Dios con amor, son también un tesoro para nuestra Iglesia diocesana.
Para todos, y muy especialmente para los ancianos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
Permitidme que dedique esta carta semanal a nuestros ancianos. La ancianidad, decía Cicerón, es “el otoño de la vida”. Con esta bella metáfora expresaba el célebre escritor latino la realidad de las personas ancianas, que en muchos casos viven en situación de dependencia absoluta y se sienten particularmente vulnerables por el deterioro físico y las enfermedades. El paso de los años no merma, sin embargo, la dignidad de los ancianos, que como afirma la Escritura, “todavía en la vejez producen fruto” (Sal 92, 15). Por ello, en nuestros días es necesario superar la mentalidad tan difundida que hace radicar el valor de la persona en la juventud, la vitalidad, la salud, la belleza, la eficacia y la utilidad, desoyendo la sabia advertencia del autor sagrado ante la caducidad de la vida: “juventud y pelo negro, todo es vanidad” (Ecle 11, 10).
A juicio de los sociólogos, el envejecimiento de la población mundial será uno de los fenómenos más relevantes del siglo XXI. Esta previsión realista constituye un reto para nuestra época, el reto de afirmar sin excepciones la dignidad de la persona anciana, y de construir, como escribiera Juan Pablo II, “una sociedad para todas las edades”. Una sociedad es justa en la medida en que da respuesta a las necesidades básicas de todos sus miembros, especialmente los más débiles, guiándose no por criterios económicos o de utilidad, sino por sólidos principios morales, en primer lugar por el principio de solidaridad, la ayuda recíproca entre las generaciones y el respeto de la vida de nuestros mayores hasta su ocaso natural. Los ancianos no han de ser considerados como una “carga”, sino como un verdadero “recurso”, que enriquece la vida familiar y social. En consecuencia, no deben ser relegados a una situación de marginación y soledad.
En una sociedad dominada por las prisas, la agitación y el consumismo alienante, los ancianos nos están diciendo que hay aspectos de la vida, como los valores humanos, culturales, morales y religiosos, que no se miden con criterios económicos o de productividad. Los ancianos, por otra parte, aportan a la familia los “carismas” propios de su edad, el sentido de la historia y de la propia identidad, la experiencia y el valor de las relaciones interpersonales. En la vida de la Iglesia, la aportación de los ancianos es decisiva, como colaboradores en las parroquias, apóstoles de sus coetáneos, portadores de humanidad, testigos en el sufrimiento y cooperadores con sus hijos en la transmisión de la fe a los nietos. En el discurso que el Papa Benedicto XVI nos dirigió en la noche del 8 de julio de 2006, en el encuentro inolvidable con las familias en Valencia, dedicó un párrafo muy hermoso a los abuelos: “Ellos pueden ser, y lo son tantas veces, los garantes del afecto y la ternura que todo ser humano necesita dar y recibir. Ellos dan a los pequeños la perspectiva del tiempo, son memoria y riqueza de las familias. Ojalá que, bajo ningún concepto, sean excluidos del círculo familiar. Son un tesoro que no podemos arrebatar a las nuevas generaciones, sobre todo cuando dan testimonio de fe ante la cercanía de la muerte”.
Como afirma el Papa en el párrafo precedente, el primer ámbito de acogida y atención de los ancianos es la familia, su lugar natural. Las residencias, hoy tan en boga, públicas o privadas, por muy confortables y bien equipadas que estén, no dejan de ser un mal menor o un mal necesario, pues como dice una célebre canción mejicana, “aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión”. Cuando por razones de fuerza mayor la familia tiene que delegar el cuidado del anciano a una institución, debe tratar en lo posible de recrear la vida familiar en la nueva situación con visitas frecuentes, procurando que la asistencia que recibe sea rica en humanidad y valores auténticos. En este sentido, es necesario destacar el servicio impagable que han prestado y siguen prestando a los ancianos tantas Congregaciones religiosas femeninas, creando en sus residencias un clima verdaderamente familiar y hogareño, impregnado de afecto y cariño.
En una carta dirigida a los ancianos en 1999, el Beato Juan Pablo II, anciano y enfermo, nos hacía esta confidencia: “Sigue siendo verdad que los años pasan aprisa; el don de la vida, a pesar de la fatiga y el dolor, es demasiado bello y precioso para que nos cansemos de él”. Los últimos años de este Papa grande corroboraron la profunda verdad que esconden estas palabras que hago mías. A pesar de los años y los achaques, queridos hermanos ancianos, no os canséis del don de la vida, que sigue siendo un regalo precioso para vuestras familias, para la Iglesia y la sociedad. Vuestros sufrimientos y dolores, ofrecidos a Dios con amor, son también un tesoro para nuestra Iglesia diocesana.
Para todos, y muy especialmente para los ancianos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
Fuente: Archidiósesis de Sevilla
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